Humberto Eco, escritor, filósofo y semiólogo Italiano (1932) publicó la que es seguramente su novela más famosa: "El Nombre de la Rosa" (1980). Trata de los misteriosos homicidios ocurridos en una abadia de la edad media, y de la audaz investigación que realiza un muy suspicaz monje, fray Guillermo de Basquerville, junto a su joven ayudante el novicio Adso de Melk.
Una novela muy rica y veraz en descripciones de la vida de un monasterio, aunque no es historica sino ficción. Tiene muchos elementos que la convirtieron en un éxito editorial, al punto que se hizo una película en 1986 con el muy señorial Sean Connery en el papel principal.
Hay un pasaje que relata el breve romance entre el novicio Adso y una joven, escrito al estilo de las obras sagradas como el Cantar de los Cantares, o como lo hubiera hecho el genial Miguel de Cervantes y no resisto transcribirlo en este espacio.
“De pronto me pareció que la muchacha era como la virgen negra pero bella
de que habla el Cantar. Llevaba un vestidito liso de tela ordinaria, que se
abría de manera bastante impúdica en el pecho, y en el cuello tenía un collar
de piedrecillas de colores, creo que de ínfimo valor.
Pero la cabeza se erguía altiva sobre un cuello blanco como una torre de
marfil, los ojos eran claros como las piscinas de Hesebón, la nariz era una
torre del Líbano, la cabellera, como púrpura. Sí, su cabellera me pareció como
un rebaño de cabras, y sus dientes como rebaños de ovejas que suben del
lavadero, de a pares, sin que ninguna adelante a su compañera. Y empecé a
musitar, “¡Qué hermosa eres, amada mía! ¡Qué hermosa eres! Tu cabellera es como
un rebaño de cabras que baja de los montes de Galaad, como cinta de púrpura son
tus labios, tu mejilla es como raja de granada, tu cuello es como la torre de David,
que mil escudos adornan.” Y consternado me preguntaba quién sería la que se
alzaba ante mí como la aurora, bella como la luna, resplandeciente como el sol,
terribilis ut castrorum acies ordinata.
Entonces la criatura se acercó aún más, arrojó a un rincón el oscuro
envoltorio que había estado apretando contra el pecho, y volvió a alzar la mano
para acariciar mi rostro, y volvió a decir las palabras que ya había dicho. Y
mientras yo no sabía si escapar de ella o acercármele aún más, mientras mi cabeza
latía como si las trompetas de Josué estuviesen a punto de derribar los muros
de Jericó, y al mismo tiempo la)
deseaba y tenía miedo de tocarla, ella sonrió de gozo, lanzó un débil
gemido de cabra enternecida, y soltó los lazos que cerraban su vestido a la
altura del pecho; y se quitó el vestido del cuerpo como una túnica, y quedó
ante mí como debió de haber estado Eva ante Adán en el jardín del Edén.
“Pulchra sunt uvera quae paululum superminent et tument modice”, musité
repitiendo la frase que había dicho Ubertino, porque sus senos me parecieron
como dos cervatillos, dos gacelas gemelas pastando entre los lirios, su ombligo
una copa redonda siempre colmada de vino embriagador, su vientre una gavilla de
trigo en medio de flores silvestres.
“O sidus clarum puellarum”, le grité, “o porta clausa. fons hortorum, cella
custos unguentorum, cella custos unguentorum, cella pigmentaria!” y sin quererlo
me encontré contra su cuerpo, sintiendo su calor, y el perfume acre de unos
unguentos hasta entonces desconocidos. Recordé, “¡Hijos, nada puede el hombre
cuando llega el loco amor!” y comprendí que, ya fuese lo que sentía una celada
del enemigo o un don del cielo, nada podía hacer para frenar el impulso que me
arrastraba, y grité, “O, langueo” y, “Causam languoris video nec caveo!” Porque además un olor de
rosas emanaba de sus labios y eran bellos sus pies en las sandalias, y las
piernas eran como columnas y como columnas también sus torneados flancos,
dignos del más hábil escultor “¡Oh, amor, hija de las delicias! Un rey ha
quedado preso en tu trenza” musitaba para mí, y caí en sus brazos, y juntos nos
desplomamos sobre el suelo de la cocina y no sé si fue mi iniciativa o fueron
las artes de ella, pero me encontré libre de mi sayo de novicio y no tuvimos
vergüenza de nuestros cuerpos et cuncta erant bona.
Y me besó con los besos de su boca, y sus amores fueron más deliciosos que
el vino, y delicias para el olfato eran sus perfumes y era hermoso su cuello
entre las perlas y sus mejillas entre los pendientes, qué hermosa eres, amada mía,
qué hermosa eres, tus ojos son palomas (decía) muestrame tu cara, deja que
escuche tu voz, porque tu voz es armoniosa y tu cara encantadora, me has
enloquecido de amor, hermana mía, ha bastado una mirada, uno solo de tus collares,
para enloquecerme, panal que rezuma son tus labios, tu lengua guarda tesoros de
miel y de leche, tu aliento sabe a manzanas, tus pechos a racimos de uva, tu
paladar escancia un vino exquisito que se derrama entre los dientes y los
labios embriagando en un instante mi corazón enamorado. Fuente en su jardín,
nardo y azafrán, canela y cinamorno, mirra y aloe, comía mi panal y mi miel,
bebía mi vino y mi leche, ¿quién era? ¿Quién podía ser aquella que surgía como
la aurora, hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como un
escuadrón con sus banderas?
¡Oh, Señor!, cuando el alma cae en éxtasis, la única virtud reside en amar
lo que se ve (¿verdad?), la máxima felicidad reside en tener lo que se tiene, porque
allí la vida bienaventurada se bebe en su misma fuente (¿acaso no está dicho?),
porque allí se saborea la vida verdadera que después de ésta mortal, nos tocara
vivir junto a los ángeles en la eternidad. Esos eran mis pensamientos, y me
parecía que por fin se estaban cumpliendo las profecías, mientras la muchacha
me colmaba de goces indescriptibles, y era como si todo mi cuerpo fuese un ojo por
delante y por detrás, y pudiese ver al mismo tiempo todo lo que había
alrededor. Y comprendí. Que de allí, del amor, surgen al mismo tiempo la unidad
y la suavidad y el bien y el beso y el abrazo, como ya había oído decir
creyendo que me hablaban de algo distinto. Y sólo en un momento, mientras mi
goce estaba por tocar el cenit, pensé que quizás estaba siendo poseído, y de
noche, por el demonio meridiano, obligado por fin a revelar su verdadera
naturaleza demoníaca al alma en éxtasis que le pregunta “¿quién eres?” él, que
sabe arrebatar el alma y engañar al cuerpo.
Pero en seguida me convencí de que las diabólicas eran mis vacilaciones,
porque nada podía ser más justo, más bueno, más santo que lo que entonces
estaba sintiendo, con una suavidad que crecía por momentos. Como la ínfima gota
de agua, que al mezclarse con el vino desaparece y adquiere el color y el sabor
del vino, como el hierro incandescente, que se vuelve casi indiscernible del
fuego y pierde su forma primitiva, como el aire inundado por la luz del sol,
que se transforma en supremo resplandor y se funde en idéntica claridad, hasta
el punto de no parecer iluminado, sino él mismo luz iluminante, así me sentía
yo morir en tierna licuefacción, sólo con fuerzas para musitar las palabras del
salmo, “Mi pecho es como vino nuevo, sin respiradero, que
rompe odres nuevos”, y de pronto vi una luz enceguecedora y en medio una
forma del color del zafiro que ardía con un fuego esplendoroso y muy suave, y
esa luz brillante se irradió a través del fuego esplendoroso, y ese fuego
esplendoroso a través de la forma rutilante, y esa luz enceguecedora junto con
el fuego esplendoroso a través de toda la forma.
Mientras, casi desmayado, caía sobre el cuerpo al que me acababa de unir, comprendí,
en un último destello de lucidez, que la llama consiste en una claridad
esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo, mas la claridad esplendente la
tiene para relucir y el ardor ígneo para quemar. Después comprendí qué abismo
de abismos esto entrañaba.”
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